13 agosto, 2012

Sentido contrario

Supongo que debía haber tenido unos cuatro años, pero mi memoria no da para tanto. Lo que sí recuerdo es que era la mano izquierda con la que comencé a tomar las crayolas, gises, lápices, labiales y todo lo que estuviera a mi alcance para rayar sobre todas las superficies que estuvieran a mi alcance. Y aunque mi creatividad no tuviera límites, la paciencia de mis padres sí. Fue entonces cuando me presentaron los libros para colorear  pero siempre tuve problemas para no salirme de la línea. En la escuela aprendía a escribir. Iba en un kinder cuyo nombre apelaba a la razón: Emmanuel Kant, aunque sus métodos eran más bien oscurantistas. Seguramente todo me parecía un juego y por eso nunca lo mencioné, pero mis padres no tardaron mucho en notar que hacía las tareas escolares con la mano derecha. Al parecer me ataban la mano izquierda durante las clases para que no la usara al escribir. Era un diestro converso.

Al principio era útil escribir con la mano derecha, por ejemplo, cuando en los interminables dictados a los que nos sometían en la primaria la otra pedía un descanso. Con el tiempo perdí el hábito, ahora sólo escribo con la izquierda. Aún recuerdo el conflicto que tuve el primer día de clases: tenía que escribir mi nombre en el margen superior de la página. Abrí el cuaderno por el final, tomé mi lápiz con la mano izquierda y como si hubiera olvidado las convenciones para escribiranoté mi nombre en la última página, de derecha a izquierda, cual hebreo o árabe. En ese momento me pareció evidente que si los diestros lo hacían de derecha a izquierda, yo tendría que hacerlo al revés para no manchar la página con mi mano, pues de lo contrario la tinta se corría y el grafito se diluía por los efectos de mi mano deslizándose sobre la hoja. No tardé mucho en darme cuenta de que lo que escribí no tenía sentido, así que inventé un sistema personal. Como no podía escribir las palabras al revés (me costaba mucho trabajo leerlas de ese modo), dejé de invertir el orden de las letras y opté por comenzar a escribir en el margen derecho la última letra de la primera palabra, seguida, a la izquierda, de la penúltima letra y así sucesivamente. Huelga decirlo, mi sistema era totalmente absurdo además de poco práctico. Tardaba el doble o el triple que mis compañeros, así que hice algunos ajustes. Opté por escribir las palabras en su orden habitual pero comenzando por el lado derecho de la página. El resultado eran oraciones en un hipérbaton absoluto que, ahora advierto, debieron haber alterado mi manera de ordenar el mundo. En mi cabeza todo iba en sentido contrario. Todavía quedan algunos cuadernos desde muy niño comencé a escribir una especie de diariocomo vestigio de mis primeros experimentos verbales. Además, en la escuela nos hacían comprar un libro para aprender caligrafía: Mi cuaderno mágico era mi cuaderno odiado. Uno tenía que escribir planas y planas emulando las líneas señaladas con unas flechas más bien confusas; yo nunca seguí las instrucciones, simplemente no podía. Siempre comenzaba por el sitio contrario al que indicaba el libro. A diferencia de la manuscrita —debo pertenecer a la última generación que aprendió a escribir de ese modo arbitrario que admite un sólo tipo de trazo—, mi letra de molde sigue las comodidades de mi mano. 

Hay quienes, aun de adultos, confunden la derecha y la izquierda; yo nunca he tenido ese problema, lo mío tiene que ver con que nunca he sido plenamente conciente de ser zurdo o diestro, ni siquiera ambidiestro. A esa indecisión le achaco el nunca haber aprendido a recortar bien, el hecho de usar el reloj en la izquierda, o que juegue béisbol y use los cubiertos como diestro. Recuerdo mi frustración cuando quise aprender a jugar trompo. Mi hermano menor lo hacía bien y yo no podía, por más que le pedía mis padres que le enredaran la cuerda al trompo, al momento de lanzarlo nunca lograba hacerlo girar. Todo era el resultado de una confusión simple: mis papás son diestros. Cuando yo lanzaba el trompo con la mano izquierda, la cuerda se desenredaba hacia el lado opuesto, con lo cual el trompo giraba hacia la derecha provocando que cayera de cabeza. Aprendí que tenía que enredar la cuerda al revés, del mismo modo que aprendí que, a mayor escala, el mundo era diestro y yo iba en sentido contrario por la vida.

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