Las llamas llano, las llamas ya no. El ya no en llamas. Nombrar es incendiar la cosa que se nombra.
Con el llano en llamas no oyes ladrar los perros. Te digo que se quedan calladitos. Nomás se acercan ahí con miedo y miran con los ojos asombrados el oro que se levanta con furia, se quedan como estudiando el olor de la tierra quemada y escuchan el crujido, las fauces del fuego, como decía el abuelo. El campo se prendió de noche y el incendio creció tanto que a lo lejos parecía que ya estaba amaneciendo. Mucha gente del pueblo peló el ojo. Andábamos todos destanteados por el resplandor amarillo, y como acá no hay luz, el día dura lo que dura el sol asomado. Nos dormimos bien temprano pamanecer con ganas, porque la jornada es larga y cansada. Yo vi la luz y me salí a ordeñar la vaca como todos los días paque mis hermanos no se vayan con un hueco en la panza a la escuela, que les queda allá bajandito el monte. Medio retirado, la mera verdad. Ahí fue cuando vi que ya estaban todos asomados, viendo medio tristes cómo el fuego se tragaba todo el pueblo de Luvina. Ahí fue cuando vi a los perros silenciosos. Y vi sus sombras largas, y sus ojos que brillaban.
Acuérdate que el día del derrumbe Anacleto Morones gritó: Nos han dado la tierra. Como si sirviera para algo, gritó muy emocionado el iluso ése. Las tierras que les dimos eran puras ruinas, un baldío seco donde ni los zopilotes se querían parar. Hace unos años se incendió toda esa llanura, Luvina, le llaman los más ancianos. Era de noche y nadie supo cómo empezó el fuego. Desde entonces esas tierras ya no dan más que lástima. Ese terreno no sirve para nada, no crece ni la hierba y, además, huele a muerto. Un desperdicio. Por eso se las dimos a Morones. Llevaba años reclamándolas. Tenía unos papeluchos que dizque decían que a su familia le habían dado esas tierras por alguna querella de la época de la Revolución. Pues ve tú a saber si sí, pero nunca le hicimos caso hasta el día que se nos vino abajo la hacienda, lo que quedaba de ella. Ese día supimos que ya no teníamos nada que hacer ahí y le dimos su mentada tierra. Se puso feliz y borracho, pobre pendejo. Acuérdate.
Es que somos muy pobres, Macario. No tenemos para el rescate. ¡Diles que no me maten!
¿Muy pobres, cabrón? Si fue tu hermano el que se robó la herencia que nos dejó mi madre, que Dios la tenga en su santa gloria. La vecina lo vio salir corriendo de la casa cuando la estábamos enterrando. Ni siquiera se esperó, el hijo de la chingada. Si con ese dinero construyeron su corral y compraron cuatro vaquillas. Antes de eso ustedes no tenían en qué caerse muertos. Así que no me vengas con mentiras. Por mí que te maten a golpes. A ti y a toda tu familia. No queremos ningún rescate. Queremos lo que es nuestro, lo que nos quitaron. Y sí, alguna vez fuimos amigos, pero la sangre es la sangre. Muy pobres, muy pobres, pinches rateros.
La noche que lo dejaron solo, el hombre robó la herencia de Matilde Arcángel. Huyó en la madrugada rumbo a Luvina. Antes de que amaneciera había llegado a su casa, le entregó el dinero a su madre, tomó un cobija y salió. Sabía que Macario y su familia lo irían a buscar. Era el único que estaba en la casa de los Morones esa noche. Pasaron dos semanas antes de que lo encontraran, escondido entre la hierba alta, flaco y con la piel tostada por el sol. Dicen que lo amarraron y se lo llevaron. Pidieron el dinero que les había robado para que lo dejaran, pero la familia se desentendió. Dicen que se gastaron todo el dinero y se olvidaron del asunto. Esperaron casi un año, dicen, y no recibieron nada. Hartos, llevaron a Macario de regreso a Luvina, al campo donde lo habían encontrado y le vaciaron un bote de gasolina. Dicen que con un sólo cerillo bastó para que se prendiera no sólo él, sino toda la llanura. Dicen que se acercaron los perros. Dicen que no los oyeron ladrar.
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