Él está de espaldas a lo que ocurre. Parece estarlo siempre. Como si todo ocurriera a escondidas suyas o como si él hubiera preferido no darse cuenta. Él prefiere no hacerlo. Está demasiado ocupado en el resplandor que producen los ojos de ella con esta luz baja. No deja de mirarla ni para darle un trago a su cerveza. Está demasiado ocupado viendo cómo se le resbalan las palabras de los labios. Está pensando. En ella. Que es suya. Toda. La mira. Y no voltea.
Ella le cuenta historias de los otros. Ella le está contando una historia. La historia de ellos. Sentados más allá. Él no los ve porque no voltea. Ellos que no importan. Ella le está queriendo decir algo. Ellos son el pretexto. Esta historia es nuestra.
Ellos que no importan pueden ser cuatro o siete pero no importan. Entonces serán dos. Un hombre y una mujer. (Ellos no deben confundirse con nosotros. Nunca.)
Alguien cumple años esta noche. Los que no importan hablan de la edad. Envejecer. Morir. Los que no importan hablan de la muerte. Ella alcanza a oír sobre el sonido sostenido que producen varias conversaciones que coexisten en un espacio reducido. El día que nacemos es cuando estamos más cerca de la muerte. El día más cercano a nuestro origen es el día más cercano a la muerte. Pero ella no sabe porque no me conoce y no le puedo decir. Eso es lo que piensa ella.
Cuando me muera quiero que esparzan mis cenizas. La frase que no acaba. El lugar común. El asentimiento. Él sigue hablando pero en esta historia ya no importa lo que dice. Ella escuchó la palabra muerte y pensó en su muerte. Algo como un reflejo. La mano de ella sobre el brazo de él. Algo entre un apretón y una caricia. Un gesto incierto. Un intento por atarlo a la vida. Mantenerlo con ella para siempre. Un gesto incierto. Él no lo nota.
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