Recuerdo ahora un relato de Enrique Vila-Matas: “Los amores que duran toda una vida”. Pienso que también podría llamarse “Una pasión no correspondida”. En él se cuentan dos historias de amor entrelazadas, pero se trata de un amor irrealizado, secreto, imposible. Omitiendo la anécdota, lo que postula ese relato es que el amor ideal, el único que no se agota es el que no se manifiesta. En un punto se lee:
Yo creo que Fernando se enamoró deliberadamente de ese tipo de amor que nos hace pasarlo muy mal porque lo guardamos en secreto y nunca somos (y estamos seguros de que nunca lo seremos) correspondidos, lo cual en el fondo es todo un alivio, porque es terrible que te quieran.
Y más adelante:
Su incorregible tendencia a la desmesura se reflejaba también en la cuestión del amor, pues qué otra cosa es amar desmesuradamente sino amar con una extraña profundidad, silenciosamente, sin ser correspondido.
En conclusión, los amores que duran toda una vida son aquellos que permanecen en secreto, las pasiones no correspondidas. Como esas relaciones que se dan entre una persona y un libro: el amor a la literatura que, como ha dicho Vargas Llosa, le salvó la vida literalmente, literariamente. (En un sentido se podría decir que Emma Bovary se mató para que él pudiera vivir.) Se trata de suicidios ejemplares, como el de Fernando en el cuento de Vila-Matas, quien hasta el momento de darse un tiro amó en silencio y desesperadamente. A menudo esas historias acaban mal: Alonso Quijano se deja morir de melancolía,1 Anna Karenina leyendo una novela inglesa antes de tirarse a las vías del tren, Emma Bovary (“Se tomó pues la resolución de impedirle a Emma a leer”, se dice en la novela) y, más recientemente en El lector de Bernhard Schlink, Hanna Schmitz colgándose en su celda el día de su liberación, después de haber aprendido a leer.
Todos, buscando entre las páginas formas de hallarle sentido a la experiencia. Todos enfermos de literatura. Todos con el mal de Montano, rodeados de citas de libros y autores. Es fácil imaginar a un Vargas-Llosa joven devorando una y otra vez las páginas de Madame Bovary en una orgía perpetua, a dos alemanes (Adolf y Thomas) embelesados con El mundo como voluntad y representación, a un Borges todavía niño con una versión inglesa del Quijote, a mí mismo deslumbrado por esas páginas de verdadera poesía con que Rulfo escribió una de las mejores novelas que haya leído, y, en otro plano, la navidad parisina de 1980 en que, a los diecinueve años, Jean Claude Pelletier leyó por primera vez a Benno von Archimboldi. Se trata en realidad de una misma imagen, definitiva en la vida de cada uno, cuando nos damos cuenta de que algo ha cambiado, quizá se rompió algo dentro de nosotros. Roberto Bolaño dejó cristalizada esa imagen en 2666.
1Con la salvedad de que al final quien muere es el viejo Alonso Quijano, acaso el Quijote, al menos como idea, es sempiterno.
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